dijous, 1 de febrer del 2018

Derecho a ser, derecho a estar


Prólogo para el libro "Yo soy", con fotografías de Carlos Barrantes y texto de Lourdes Durán (Lunberg/Gover Balear, 2003), con entrevistas y fotografías a veinticinco inmigrantes. Lourdes fue estudiante y luego y hasta ahora, buena amiga.

DERECHO A SER, DERECHO A ESTAR
Manuel Delgado


En un momento en que parece irrefrenable la marcha del mundo hacia la homogeneización cultural –eso que se da en llamar hoy globalización–, vemos como la diversidad de maneras de hacer, de pensar y de decir reaparece con fuerza en el interior de las sociedades globalizadas. En ellas –aquí, a nuestro alrededor– vemos cruzarse y convivir toda clase de contenidos étnicos, ideológicos y religiosos que han llegado hasta nosotros por polinización. Un anuncio antirracista alemán reflejaba muy bien ese escenario de seres humanos y contenidos culturales mezclándose y en constante movimiento, una realidad que se nos antoja nueva pero que es tan vieja como nuestra especie: “Tu Cristo es judío, tu coche es japonés, tu pizza es italiana, tu democracia es griega, tu café es brasileño, tus vacaciones son marroquíes, tu numeración es arábiga, tus letras son latinas... ¿y aún te atreves a decir que tu vecino es extranjero?”.

De ello las páginas que siguen vienen a levantar acta. Se nos invita deambular por un itinerario en laberinto por entre fragmentos de voces y cuerpos. Las palabras –escuchadas antes que nadie por Lourdes Durán– y los perfiles deliberadamente difusos –obtenidos por la sensitiva cámara de Carlos Barrantes– corresponden a una humanidad que es a la vez diversa y la misma. Expresa heterogeneidad, puesto que los textos y las texturas pertenecen a personas diferenciadas que –en una aparente paradoja– querrían verse reconocidas como iguales. Pero, al mismo tiempo, todas son una sola, puesto que encarnan un continuo del que el resultado es una especie de todos en particular o, si se prefiere, de alguien en general. Son todos y son alguien, en el sentido de que en esa pluralidad hecha a partes iguales de cuerpo y alma se concentran formas radicales de vida que no se reducen al testimonio del avatar personal de cada entrevistado o entrevistada, sino que, unidos, conforman una pasta humana que no es hombre ni mujer, ni de aquí ni de allí, ni de ahora ni de ayer, sino más bien un cuerpo universal que es de todos sitios y de ninguno, que es de este tiempo y de todos los tiempos, que es nadie y somos todos.

El gran proyecto cultural de la modernidad se planteo, desde un principio, como basado en el ser humano como destinatario de deberes y derechos de ciudadanía por el mero hecho de encontrarse, localizarse como masa corpórea con rostro humano y dotada de razón en cualquier tiempo y en cualquier espacio. A esa entidad –la persona humana– no venía al caso pedirle explicaciones, puesto que, para obtener las prerrogativas universales de ciudadanía, no le era menester esgrimir otra argumentación que la de la propia humanidad apareciendo en un momento y en un lugar dados. Es justamente ese derecho de presencia el que hacía que Hannah Arendt viera en el inmigrante la plasmación de los derechos universales de la ciudadanía, puesto que el recién llegado estaba en condiciones de reclamarlos sin tener que justificar tal vindicación en nombre de idiosincrasia alguna. 

Esos pedazos de vida que Lourdes Durán nos ofrece en las páginas que siguen corresponden a seres que están a nuestro lado, que comparten con nosotros el mismo trayecto en metro o autobús, con quienes nos cruzamos en la acera o que caminan en nuestra misma dirección, que suben o bajan en los mismos ascensores, que aguardan su turno en las mismas colas que nosotros. A diferencia de nosotros, no obstante, ellos nunca están seguros de que un agente de policía no les saldrá al paso para pedirles la documentación, acaso para detenerlos y deportarlos, luego de haber pasado por uno de esos centros de internamiento para inmigrantes indocumentados que denuncian las asociaciones internacionales de protección de los derechos humanos. Lo que para nosotros es el acto tan trivial de ir de un lado a otro de nuestra ciudad, para muchos de ellos es o ha sido una aventura y un peligro. Tienen miedo, se pasan el tiempo mirando de reojo, huyen... Y, es curioso: no han cometido delito alguno, no han causado daño ni prejuicio ha nadie. Su culpa es, tan solo, la de estar, haber aparecido junto a nosotros o ante nuestros ojos como seres humanos sin otra ambición que poner en práctica su derecho a ser.

No se ha pensado lo suficiente lo que implica este pleno derecho a la calle que se vindica para todos, derecho a la libre accesibilidad al espacio público como máxima expresión del derecho universal a la ciudadanía. La accesibilidad de los lugares que llamamos –se supone que no en vano– públicos se muestra entonces como el núcleo que permite evaluar el nivel de democracia de una sociedad. Esa calle de la que estamos hablando es algo más que una vía por la que transitan de un lado a otro vehículos e individuos, un mero instrumento para los desplazamientos en el seno de la ciudad. Es, por encima de todo, el lugar de y para la epifanía de una sociedad que se quisiera de verdad democrática, un escenario vacío a disposición de una inteligencia y de una ética social elementales, basadas en el consenso y en un contrato de ayuda mutua entre desconocidos. Ámbito al mismo tiempo de la evitación y del encuentro, sociedad igualitaria donde, debilitado el control social, inviable una fiscalización política completa, gobierna buena parte del tiempo una mano invisible, es decir nadie.

Todos esos cuerpos de los que Lourdes Durán nos brinda la palabra y Carlos Barrante –a través de sus pies, de sus manos, de sus orejas...– el rostro, deberían ser un clamor a favor del derecho que todo ser humano debería ver reconocido a estar, a ser ese volumen animado y racional que somos todos cuando andamos por las calles, subimos las escaleras, nos sentamos en los bancos públicos, nos apoyamos en las barandillas, nos asomamos al balcón, entramos en un cine, nos secamos el sudor con el dorso de la mano...: desconocidos, gente que va o que viene sin tener que aclarar porqué está ahí. Derecho de cada cual a ser mero transeúnte, ese personaje al mismo tiempo vulgar y misterioso que es el hombre o la mujer de la multitud. Derecho a devenir tan solo alguien que pasa, un tipo que va o que viene –¿cómo saberlo?– sin tener que pagar peajes, sin temor a ver detenida su marcha por alguien que de uniforme le pida los papeles. Viandante: el elemento más banal y más enigmático de la vida urbana. Derecho al anonimato del que depende que se cumpla esa función moderna del espacio público como fundamento mismo del gran e incumplido proyecto democrático. Espacio público: espacio de un intercambio ilimitado, esfera para la acción comunicativa generalizada y el despliegue infinito de prácticas y argumentos entre personas que se acreditan mutuamente la racionalidad y competencia de sus actos, en un espacio dramático compartido y accesible a todos en cuyo seno la única identidad reconocible debería ser la común a todos de ciudadano.

La calle iguala muchas veces lo que las leyes injustas y las dinámicas económicas basadas en la explotación desigualan. En ella se puede contemplar –con todas las excepciones que se quiera– hasta qué punto es posible convivir con quienes, por otra parte, son como todo el mundo, es decir diferentes. Sumergido en ese magma de caminantes que van de aquí para allá por las calles, Susana, Wei Zhu o Mayari ven como su singularidad cultural, esa condición de “diferentes” que se les asigna las más de las veces como un atributo denegatorio, se disuelve. Pasan de ser exponentes de un exotismo cultural a exhibir en todo tipo de “fiestas de la diversidad” a componentes de la forma moderna por excelencia de cooperación: espontánea, autorregulada, reducida a pautas mínimas, basada en el consenso y no en la coacción, disponible siempre por lo que Comte llamó el altruismo, que conoce su expresión más auténtica y radical cuando se ejerce entre gente que nunca se había visto hasta entonces y a la que quizá no se volverá a ver nunca más. Hablar de aquí de extranjeros no tiene demasiado sentido, en tanto nos encontramos ante un universo dislocado, en el cual todo el mundo aparece desplazado y desplazándose y en el que la figura del forastero es un imposible lógico, puesto que todos los presentes lo son. 

La colección de humanidad que ahora se inicia levanta acta de nuestro futuro. Ellas y ellos están aquí porque quisieron venir y porque nosotros necesitábamos que vinieran. Nuestro porvenir como sociedad está en sus manos. Dependemos y dependeremos todavía más de ellos, de esos seres a los que ahora vemos tantas veces despreciados y perseguidos. A todos ellos y ellas –a Artur, a Mohamed, a Alex...– se les ha insultado y se les acosado no una, sino muchas veces. A todos y todas se le niegan derechos básicos y han sido sometidos a abusos y a formas de explotación que creíamos ya imposibles. Sus vecinos los vigilan, los gobiernos los maltratan. Y, en cambio, son la materia prima de la que el mundo ha estado siempre hecho, reservorios de vergüenza, grandeza y dignidad que han venido no sólo a trabajar, sino también a recordarnos lo mejor de nosotros mismos, la verdad humana que trajimos con nosotros cuando, nosotros o nuestros antepasados, inmigrantes como ellos ahora, llamamos a las puertas de esta ciudad y de este país que ahora osamos llamar nuestros. Ellos son lo que fuimos y gracias a ellos volvemos a ser: la sal de la tierra. Su mirada que no vemos nos mira y, haciéndolo, nos da la vida.



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